El deseo de saber cosas nuevas o de tener más información es natural en todo ser humano. Pero no todo es bueno saberlo. El pecado de Adán y Eva nació de su curiosidad por comer el fruto prohibido que les abriría los ojos y les haría como dioses, conocedores del bien y del mal (cf. Gn 3, 5).

Es legítimo y esencial saber cómo funciona el propio cuerpo y cómo vivir en castidad. Sin embargo, querer saber cómo se practica la impureza – aunque sólo sea para poder dar consejos a los demás – puede ser fatal. Cuando se mira una página o una película pornográfica por curiosidad, se cae en la trampa de volver a mirarla, mirarla más tiempo, etc., y muy pronto se crea una adicción.

Acudir a prostitutas o prostituirse para ver, mantener relaciones sexuales para ver, probarse un preservativo, querer saber qué hay más allá de una falda o un pantalón, ir a un club nocturno, etc., son trampas en las que no se debe caer, ya que existe un gran riesgo de reincidencia, porque no te arrepientes inmediatamente de lo que te ha resultado placentero. Estas experiencias dejan huella en la memoria y en la imaginación, y no siempre es fácil deshacerse de ellas después.

Por lo tanto, es fundamental clasificar tus fuentes de información, programas de radio o televisión, páginas web, personas a las que pides consejo, libros que lees, etc. Los que exponen sus problemas en radios comerciales, redes sociales o foros de Internet son dignos de lástima. Siempre habrá más gente interviniendo para persuadirles de que hagan lo que hacen los demás, de que vivan como la gente del mundo que no se preocupa de todas las consecuencias de sus actos y de Dios.

Siempre es buena idea contentarse con buenos libros sobre la castidad y los testimonios de los conversos. « Huye de las pasiones juveniles. Vete al alcance de la justicia, de la fe, de la caridad, de la paz, en unión de los que invocan al Señor con corazón puro » (2 Tm 2, 22).